Una visita inesperada llega al asilo para avivar los recuerdos, fantasías y anhelos de los ancianitos. Introducirse en su vida implica dejarse envolver de historias increíbles, otras creíbles pero inciertas. Ellos sienten, nuevamente, que sus historias son importantes.
Era un lunes en el Hogar San José, igual a cualquier otro día. Es fácil confundirse, porque la rutina siempre es la misma. Pero esta vez, los ancianitos sabían que era un lunes porque conversaron con sus familiares el día anterior. Muchos lo sabían porque esperaron ansiosos a que lleguen a visitarlos, pero nunca llegaron. Algunos ya no esperaban a nadie. Y otros, ya no tenían noción del tiempo.
Llegué a las nueve de la mañana al Hogar San José, una monjita advirtió antes de entrar:
-“Sólo puede quedarse hasta las doce del día que es la hora del almuerzo, después ellos descansan en sus habitaciones”. Además, alertó: “Algunos padecen de demencia senil, no todo lo que le digan será verdad”.
El asilo es muy amplio. Dos parques, jardines con césped y flores hermosas adornan su interior. Hay una jaula con tres papagayos multicolores que parecen tristes y enfermos, como si sintieran el dolor de estar enjaulados. Hombres y mujeres tienen sus dormitorios por separado y no les permiten acercarse. Eso sí, comparten el comedor y los pasillos. Tienen una capilla, el lugar de sus rezos, el espacio donde se comunican con su Dios católico, allí piden por sus hijos y sus familiares, aunque no los vean, aunque no los recuerden o aunque no los conozcan. Y también piden por ellos. Hay sillas y bancas por todas partes, las pusieron allí porque saben que su principal pasatiempo es permanecer sentados.
Los ancianitos estaban ahí, cada uno en su espacio. Me senté en una de las bancas y a los pocos minutos apareció una ancianita de cuerpo delgado y carita pequeña, se llamaba Susana. El terapista la llevó en su silla de ruedas y la dejó frente a mí.
Todos los días Susana necesita que la bañen, la vistan y la arreglen porque sus piernas no responden a su voluntad. Ni siquiera puede echar a andar su silla de ruedas, sus delgados deditos tienen artritis. No recuerda con exactitud su edad, eso pasa a menudo en el asilo, pero recuerda casi toda su vida. Es manabita, la adoptaron desde muy pequeña cuando murieron sus padres. No tiene hermanos y sus padres adoptivos también murieron. Nunca se casó. Le dedicó su vida a su familia y se olvidó de ella misma. Se quedó sola.
Luego también apareció Lucinda, una ancianita de estatura corta que ya camina jorobada. Llegó con su andador, se sentó a mi costado derecho, en la misma banca de madera y exclamó:
- “Quiero café, ¿usted ya tomó café? porque yo no he desayunado”. Susana le pidió que no mintiera, aseguró que había desayunado en su misma mesa.
A la derecha: Lucinda junto a su amiga |
Lucinda repetía el nombre de su hija: “Gilma, Gilma”, suplicaba que la busque y le diga que la saque de ese lugar, quería regresar a su casa. Y empezó a llorar. Susana le dijo que llorar le hacía daño para su corazón y que a la edad de ellas, eso no era bueno. Lucinda se calmó. Aseguró que se quedaría ahí sentada hasta que su hija fuera a verla. Su tristeza realmente conmovía, pero algo no andaba bien en su diálogo. Decía que se quería ir a su tierra, le pregunté ¿A dónde? Y respondió a Guayaquil. Lucinda no sabía que sólo con cruzar la puerta del asilo, llegaría a su tierra. Ella tiene 98 años y padece de demencia senil.
Su verdad se confundía entre la fantasía y la realidad, como se confunde la tranquilidad con la felicidad o el silencio con la armonía. Después de todo, las historias del Hogar San José son así, son una mezcla de fantasía y realidad, pero son historias de vida, son sus historias que los mantienen con vida.
- Susana: “Dígame cuando va a regresar para pedir permiso a la superiora y me lleve a dar un paseo por la ciudad, hace tanto tiempo que no salgo”.
De pronto, apareció caminando William, un ancianito alto, robusto, de cabello blanco y mirada penetrante. Llevaba en su mano el libro “el hombre mediocre”. Se detuvo para saludar a sus amigas. Se sentó a mi otro costado. Cuando me di cuenta, tenía como ocho ancianitos más a mí alrededor.
William se levanta todos los días a las 5 de la mañana. Por lo general, la mayoría lo hace a esa hora. Su despertador biológico no se equivoca. Deja su cama tendida como a él le gusta, sin arrugas. Lo hace como los militares y aunque nunca lo fue, su carácter y personalidad lo aparentan. Tiene 80 años, pero parece de 60. Cuenta orgulloso que estudió ciencias agrícolas y tuvo varias haciendas arroceras en el cantón Naranjito. Parecía un orador cuando hablaba, cada frase que pronunciaba la daba con convicción. Entonces, declamó:
- “En 1952 luché con Velazco Ibarra a favor de su causa como Secretario General de la Unión de Comités Velazquistas de la Provincia del Guayas junto con el doctor Carlos Julio Arosemena Monroy y aproveché la oportunidad para presentar un proyecto de carácter económico agrícola, titulado: Capital, tierra y trabajo, el lema: una producción mayor para una economía superior”.
Los ancianitos se quedaban sorprendidos con su historia. Era la primera vez que la escuchaban. William se sentía contento y todos compartían su alegría dejándose transportar a otra época. Creíble o no, era la historia que él quería contar. Se refirió sobre el libro: “el hombre mediocre”, dijo que algunos en ese asilo se parecían mucho al hombre de su libro. Mencionó a un tal “Riofrío”, así lo conocen como “Riofrío”. Es un ancianito de 71 años. Se caracteriza por su humor picante, soltura al hablar y facilidad para relacionar todo tipo de conversación con el amor y el sexo. No todos sus compañeros aceptan sus bromas, William es uno de ellos. Sus formas de ser y de pensar, simplemente no concuerdan.
- “¿Y usted, cuándo regresa para contarle más sobre mi época de Secretario? – Preguntó entusiasmado. – “Pronto”, respondí.
A pocos metros, una joven de piel negra, vestida de enfermera estaba sentada junto a un ancianito quien tenía barba y cabellera blanca, usaba una camisa desabotonada y traía una camiseta gris por dentro. Su cinturón también estaba desabrochado, seguramente por el tamaño de su cintura. Él era “Riofrío”. Me dirigí hacia ellos y me senté en una silla de metal.
- ¿Cuál es su nombre? , le pregunté
- “José Riofrío, pero todos me conocen como Riofrío, hay mucho José por aquí”. Cuando le pregunte sobre su edad, él respondió:
- “71 años, pero tengo 45 para las mujeres bonitas”, se soltó a reír.
La joven vestida de enfermera dijo que hablaba mucho y que por eso no lo querían. “Riofrío” empezó a contar de las mujeres de Maracaibo, de aquellas de piel negra (en insinuación a la joven vestida de enfermera que nos acompañaba). Empezó a decir que esas mujeres a él le encantaban.
-“Comí a muchas mujeres (tuvo sexo) ahora estoy jodido”, “Aquí no se come, pero se goza”, soltó otra carcajada.
Se casó cuatro veces, lo cuenta con orgullo. Fue coyotero durante 10 años, conoció Estados Unidos, Puerto Rico, Venezuela y Colombia, pero su ciudad preferida fue Maracaibo, la ciudad donde confesó, le gustaría morir. Nunca lo apresaron y tampoco se arrepiente de lo que hizo.
-“Antes el sueño era viajar a Estados Unidos y yo se los cumplía”.
-De pronto preguntó: ¿Qué carrera está estudiando? -Periodismo, respondí. Y sin bromear me aseguró: “Te morirás de hambre”.
Preguntó si estaba casada, que si no, que en Maracaibo las jovencitas se casaban en 24 horas, “Encuentran marido rapidito”, o si prefería podía quedarme y casarme con un viejo como él. Empezó a reírse nuevamente. Todos reímos. Se levantó sin previo aviso y se fue. “Riofrío”, sin duda, un personaje.
Eran alrededor de las once y quince de la mañana, no quedaba mucho tiempo y había tantos ancianitos por conocer. Se habían dado cuenta de la visita y querían contar su historia. Uno de mirada triste, estatura baja y piel trigueña estaba sentado en un sofá esperando que me acerque. Era muy tímido para pretender que él lo haría. Su nombre era José.
- “Buenos días”, le dije. - Niña, buenos días”, respondió y una sonrisa dibujó en su rostro.
Haló con rapidez una silla, sacó un pañuelo gris del bolsillo de su pantalón y la limpió con esmero:
- “Tome asiento” dijo y empezamos a conversar.
José se ha acostumbrado a despertarse con el ruido del picaporte de su puerta. Todos los días alguien lo quita por fuera. Es el sonido que le alerta que puede salir de su cuarto. Deduce que lo hacen a las 4 de la mañana. Hace un año que lo deduce, porque no tiene un reloj para confirmarlo. Un año, es el tiempo que lleva en el asilo de su mismo nombre, aunque en su caso no espera convertirse en Santo.
Tiene 69 años. Conserva su cabello negro, aunque ya se le notan algunas canas. Llegó al asilo por su propia voluntad, estaba cansado de dormir en la calle. Ahora agradece tener una cama, ropa limpia y comida. Se siente bendecido, aunque no tenga familia y aunque nadie lo visite.
José Bone |
Nunca conoció a su padre y su madre murió cuando era muy pequeño. Vivió en casa de un conocido, pero a los 7 años se escapó porque no recibía buenos tratos. Desde entonces conoce de memoria las calles de Guayaquil. A los 17 años vivió en el muelle frente a la Gobernación, allí un barco “gringo” llegó y aprendió el oficio que le serviría para el resto de su vida, cocinero. Trabajó 8 meses hasta que el barco zarpó. Regresó a las calles y quiso poner en práctica el oficio aprendido, encontró trabajo en un restaurante, pero como ayudante de lavaplatos. Allí, asegura que se enamoró de la única mujer de su vida. Amor que nunca le correspondió y por el que cayó 30 años en el alcoholismo.
-“Dios siempre estuvo conmigo, nunca robé, ni me drogué, aunque mis amigos sí lo hacían, el alcohol fue mi único mal, pero la fe en Dios me hizo salir adelante, caí siete veces, pero la octava ves me levanté para siempre”.
Recorrió algunos lugares hasta que llegó al Estadio Modelo.
- “Dormí en el portal del estadio muchos años, hasta que me dieron trabajo, yo controlaba que los boletos no sean falsos” “Ellos (los trabajadores del estadio) me regalaban ropa y sábanas, yo dormía sobre unos cartones”.
Su hablar pausado demuestra el cansancio de su vida. No mira a los ojos cuando habla. Se saca los lentes de vez en cuando, para limpiar el sudor de sus párpados y continúa recordando con cierta melancolía. Cuando habla de su trabajo se siente feliz y útil. Su permanencia en el estadio le trae buenos recuerdos. Habla de sus amigos, los del Modelo, con los que bromeaba todas las noches, y con los que hablaba de fútbol, aunque de eso, reconoce no saber mucho.
- “Me decían Makanaki, porque decían era idéntico a él, creo que era un jugador de fútbol muy reconocido”. Sonríe y se siente a gusto por la comparación.
La sirena del asilo sonó. Aquella que les alerta que ya es hora del almuerzo. El tiempo había terminado y debía marcharme. Los ancianitos salían de todas partes y se dirigían al comedor. José me acompañó hasta la puerta y me dio su bendición.
- “Si va por el Estadio Modelo dígales a mis amigos que conoció a Makanaki, dígales que está en el asilo San José”, sonrío y alzó su mano para despedirse.
Fue un día lunes en el Hogar San José, pero esta vez, no fue igual a cualquier otro.
Guayaquil - Ecuador
Hola buenas tardes quisiera ir a compartir un día de estos con los ancianitos quisiera ver si me dejan ir por supuesto un día fui con mi colegio y fue tan hermoso siempre e hecho estas cosas permanecí a un grupo juvenil y quiero que me digan si puedo o no
ResponderEliminarmi correo es gaby_5.23@hotmail.com
Helen. Por supuesto, quien quiera puede ir a visitarlos. El asilo San José está ubicado en la av. Plaza Dañín, frente al Centro Comercial San Marino. Los horarios de visita es en la mañana creo que de 09:00 a 11:00 y en la tarde de 15:00 a 17:00, no estoy segura, puedes acercarte a preguntar. Que chevere quieras visitarlos. Anímate. Un abrazo.
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